Para sobrevivir, el PP hizo lo que nunca antes: unas primarias abiertas, revelando al fin cómo de grande era la militancia del partido. Y aunque resultó que no lo era tanto, sirvió para iniciar su remontada.
Usaron a Ciudadanos como muleta para gobernar al ver que no habría ‘sorpasso’, y de paso dejaban al margen a Vox, un partido incómodo si alguna vez querían volver al centro. Llegado el momento, amortizaron al partido naranja, primero vaciándolo desde dentro y luego relegándolos a la irrelevancia electoral. Región tras región hasta la reunificación final.
Al PP no le había hecho falta irse al centro para fagocitar a un Ciudadanos que fue perdiendo poder en todas las regiones (entendiendo ‘poder’ como servir de taburete para que el PP gobernara). Pablo Casado no era ni Soraya Sáenz de Santamaría ni Alberto Núñez-Feijóo. Era un delfín de Aznar, respetado por Esperanza Aguirre, que colocó a Cayetana Álvarez de Toledo como portavoz. El combate sería por la derecha, no por el centro.
A fin de cuentas, se formaba un gobierno de coalición entre PSOE y Podemos, y dentro de la lógica de la polarización el centro ya no era relevante. Lo que durante décadas decantó elecciones ya no importaba.
Completado el asalto, Casado fió todo al cambio de ciclo político. A tumbar la reforma laboral, a volver a crecer en Castilla y León, a asegurar Andalucía. Si crecía, decrecería Vox. Pero centrado en el combate fuera de sus fronteras descuidó que la guerra interna, esa que empezó en 2008, no había terminado, y la historia se repetía. Isabel Díaz Ayuso, a la que él colocó, quería disputarle el poder y estaba
dispuesta a dinamitar el partido para conseguirlo. Y no había explosivo más potente que movilizar a las bases contra él.