Hay más ejemplos, y hablan por sí solos: Rusia sólo tiene influencia directa en Bielorrusia, que al parecer no se ha atrevido a participar de forma activa en la guerra más allá de ‘dejar hacer’ a Putin. Mientras, los países fronterizos de Ucrania, que antaño pertenecían a ese bloque post-soviético, están ahora del lado occidental y plantando cara a Rusia:
🇭🇺
Hungría, a veces más cercana a Rusia que a occidente, ha abierto sus fronteras a los refugiados y permitido que la
OTAN despliegue sus tropas en su franja oriental.
¿Qué significa esto? Que Rusia lleva años intentando ganar por la fuerza la influencia que perdió tras el derrumbe de la URSS. Pero que conforme más utiliza la fuerza, mayor es el rechazo que genera en ese llamado ‘espacio post-soviético’. Sí, la influencia rusa es fuerte, y la estrategia de partir los estados con repúblicas autoproclamadas que controla a distancia sirve para dividir. Pero la otra parte no corre hacia los brazos del Kremlin, sino que huye en dirección contraria.
Es evidente que ninguna de las tres peticiones va a tener una respuesta rápida o sencilla:
el procedimiento para entrar a la UE no es fácil, y en estos casos hay otras complicaciones geopolíticas. Pero en un momento de crisis del sentimiento europeo, en el que Reino Unido se salió del club y países como Polonia o Hungría han estado tensando la cuerda, el conflicto bélico ha servido de acicate unificador.
A fin de cuentas Europa surgió como proyecto para evitar las guerras del pasado, tan frecuentes como sangrientas. Y, aunque no ha terminado de evitarlo, al menos sí ha servido para prestar un refugio de prosperidad y garantías para sus miembros. Por eso, y aunque el sentimiento europeísta llevaba diez años bajando, la reacción comunitaria a la pandemia
sirvió para reverdecerlo. Y en cuanto Rusia ha mostrado sus garras, occidente aparece como una opción seductora.